viernes, junio 30, 2006

La Cigarra Y La Hormiga

(Adaptación de una fábula de Esopo)

Era pleno verano y el calor tenía a mal traer a todos los animales del bosque. La única criatura que, pese a todo, seguía adelante con sus tareas como si el abrasante Sol no le molestara en lo absoluto, era la hormiga Juana, que iba y venía a su hormiguero, llevando provisiones.
- ¡Qué calor! – dijo mientras se secaba la transpiración con un brote de césped.
- Si tienes tanto calor, ¿por qué no descansas? – preguntó una voz.
Juana levantó la cabeza y vio a una sonriente cigarra, que muy cómoda y fresca, se abanicaba con una hoja en la rama de un árbol.
- Tengo que juntar provisiones para el invierno – le respondió.
- ¡Pero si estamos en pleno verano! – se asombró la cigarra.
- Por eso mismo, asintió Juana – tengo que aprovechar para llenar mi despensa en el verano, y así no me faltará comida en el invierno -. Y dando por terminada la conversación, cargó sobre su cabecita una diminuta semilla y se marchó rumbo al hormiguero.
- ¡Qué ganas de complicarse la existencia! – comentó la cigarra. Y comenzó a cantar:
Soy la cigarra que canta,
A mí el trabajo me espanta.
Yo disfruto de la vida
Al revés de la hormiga.
- Mejor no le respondo – pensó Juana, furiosa -. Si hago como que no la escucho, seguramente se va a terminar cansando y me dejará en paz.
Pero la cigarra no se cansó y pasó todo el verano inventando nuevas canciones para burlarse de la laboriosa hormiga.
Y llegó el otoñó y la cigarra siguió cantando, pero nadie la prestaba mucha atención porque todos estaban muy ocupados preparándose para el invierno. Los pájaros dejaban sus nidos para emigrar hacia lugares más cálidos. Los osos limpiaban las guaridas, lobos y pumas preparaban sus cuevas en las montañas, liebres y conejos cavaban sus madrigueras, las ardillas se acomodaban en los troncos de los árboles. Y la hormiga Juana, por supuesto, seguía llenando su despensa de provisiones.
- Este bosque se ha vuelto muy aburrido – comentaba la cigarra -; no sé por qué todos se apuran tanto si todavía falta un montón para el invierno.
Pero ese año el invierno llegó antes de lo previsto y, de todos los animales y bichos del bosque, la cigarra era la única que no tenía casa, ni comida, ni abrigo. Cuando quiso buscar un refugio, descubrió que hasta el más mínimo huequito del bosque estaba ocupado y que nadie deseaba su compañía.
Voló de un rincón a otro llamando inútilmente a todas las puertas, pero ninguna se abrió para permitirle pasar. A todas las casas acudió menos, por supuesto, a la de la hormiga Juana porque, si los demás no la querían con ellos – pensaba – mucho menos la querría la hormiga, de la que tanto se había burlado.
El frío se hizo más crudo y comenzó a nevar. La cigarra se sintió perdida. Volaba constantemente para mantenerse en calor, pero pronto se le acabaron las fuerzas y, muerta de frío y de hambre, se dejó caer al pie de un árbol.
Cubierta de nieve desde las patas hasta las puntas de las antenas, la cigarra fue adormeciéndose poco a poco. Entre sueños, sintió que alguien le tiraba de sus patas y le arrastraba el cuerpo. Cuando despertó, vio que se encontraba en la casa de la hormiga Juana, que la había acostado y abrigado, y le estaba preparando una rica sopa calentita de granos de arroz.

martes, junio 27, 2006

El Rey De Los Monos

Cuento popular de la India

Cuentan que en una ocasión Buda, el hombre más sabio de la India, de hallaba por el norte del país impartiendo enseñanzas entre sus discípulos. En esa región vivía el rey de los monos, un monarca déspota, soberbio y vanidoso que había erigido su trono al final de una larguísima y empinadísima escalera, para que todo aquel que quisiera llegar a él lo hiciera de rodillas y arrastrándose.
Cuando al rey le llegaron las noticias sobre la visita de Buda por esos lugares, anunció con desprecio en su corte:
- En cuanto Buda sepa que mi morada está cerca, enviará a algún emisario para que venga a buscarme y me lleve rápidamente ante su presencia, tan ansioso estará por conocerme. Más aun, puedo asegurarles que no aguantará la impaciencia y vendrá él mismo hasta aquí para que yo no tenga que gastar mis energías en trasladarme hasta donde él se encuentra.
Pasó un día, pasaron dos. Pasaron varias semanas, pero nadie apareció.
- ¿Pero cómo se atreve a faltarme el respeto de este modo? – protestó - ¡Soy el rey de los monos!¡ Gobierno sobre millones de monos que no se atreven a respirar si yo no les doy permiso!
Enfurecido, ordenó a su séquito que ensillara los mejores elefantes y se puso en camino. Cuando llegó al pueblo donde se encontraba Buda, se dirigió de inmediato ante su presencia y le espetó con dureza:
- ¡Soy el rey de los monos y tengo mucho, mucho poder! ¿Por qué no has mostrado interés en conocerme?
- Buda, en lugar de responder, sonrió.- ¡Acaso no has escuchado nada de mis proezas, valentías, mi fortaleza, mis numerosas habilidades? – siguió el mono -. ¡Puedo probártelo ya mismo! Partiré hacia el fin del mundo y luego volveré.
Muchos días pasaron y mucho camino recorrió el rey. Atravesó montañas y cruzó a nado océanos embravecidos. Caminó por médanos inmensos y casi murió de sed en los áridos desiertos. Padeció los fríos más intensos y los calores más agobiantes.
Finalmente llegó a un lugar en donde cinco enormes columnas le cortaban el camino.
- Este ha de ser el fin el mundo – se dijo, muy orgullosos y emprendió el regreso.
Cuando llegó al lugar de donde había partido, le anunció a Buda con mucha arrogancia:
- He sido capaz de ir hasta el fin del mundo y aquí me tienes. ¿Acaso no te arrepientes ahora de no haber querido conocerme?
Entonces, por primera vez desde que se encontraron, Buda habló:
- Mira a tu alrededor, pues yo no he visto que te movieras de aquí.
El mono observó donde se encontraba. No había ido más allá de la palma de la mano de Buda, y aquello que había confundido con un mar embravecido era sólo agua de lluvia caída en ella. Y las montañas y los médanos intransitables, sus rugosidades. Y los desiertos, unos pocos granos de arena. Y las cinco enormes columnas que anunciaban el fin del mundo, nada más que los cinco dedos de su mano.
- No consigues el respeto mediante el temor ni las amenazas. La vanidad y la soberbia sólo pueden conducirte al abismo - agregó, mientras lo depositaba en tierra firme.
Avergonzado, el rey mono escapó sin decir nada y volvió a su reino. Cuentan que, desde entonces, ya no despierta temor ni temblores en sus súbditos. Y, sin embargo, recién entonces comenzaron a atraerlo como a un verdadero rey.

domingo, junio 18, 2006

El Vendedor De Sombreros De Paja

A este no lo resumí porque me gustó tanto que quise dejarlo así, en su versión original...
(Basado en un cuento popular japonés)
En una pequeña choza de los alrededores de una aldea, cierta noche un matrimonio de ancianos se quejaba amargamente de su mala fortuna. Era un invierno muy crudo y las heladas habían arruinado los cultivos de su huerta.
- Pasaremos hambre y frío – se lamentaba el esposo.
- Quizá no debamos afligirnos tanto – lo consoló su esposa -. Aún me queda algo de paja con la que podré hacer unos sombreros para que los vendas en la aldea.
Aunque el anciano pensó que sería muy difícil que alguien los comprara, nada dijo. Habían vendido tantos sombreros de paja, que cada aldeano tenía uno para cada día de la semana. Pero su esposa había empezado la tarea con gran entusiasmo y, apenado, no quiso desalentarla.
La mujer trabajó dos días y dos noches sin cesar. A la mañana siguiente del tercer día tenía calambres en las manos y dolores en la espalda pero, finalmente, había terminado. Cinco sombreros de paja, bien hechos y resistentes, tenían ahora para vender. El hombre se calzó su propio y viejo sombrero y, despidiéndose de la esposa con un beso, se dirigió hacia el pueblo.
Recorrió sus calles de norte a sur y de este a oeste, voceando sin cesar: “¡Sombreros de paja! ¡Vendo sombreros de paja a muy buen precio!”.
Pero aunque pasaban las horas y se volvió ronco de tanto gritar, ni uno solo logró vender. Al caer la tarde, desalentado, se sentó en el banco de una plaza.
- Inútiles sombreros – dijo en voz alta -, nadie los quiere.
- A mí me vendrían muy bien – anunció una vocecita a sus espaldas -. ¿A cuánto los vendes?
El anciano giró la cabeza y descubrió a un pequeño tan pequeño, que apenas llegaba a la altura del banco.
- Depende – respondió el hombre, mientras observaba las vestimentas del niño, tan raídas y viejas como las que él mismo llevaba puestas. Lo miraba con ojos muy abiertos y tenía los cabellos empapados por la nieve que caía.
- ¿Cuánto puedes pagar?
- Espera, debo consultar a mis hermanos – dijo el pequeño y se zambulló entre unos arbustos.
A los pocos minutos reapareció, seguido por cinco chicos, cada uno dedillos más alto y de más edad que el que lo procedía en la hilera. El menor se acercó a él y extendió la mano, donde brillaba una única moneda.
- Es todo lo que tenemos. ¿Alcanza para comprar uno? – preguntó.
El anciano sonrió con tristeza. En muy poco lo ayudaría a él esa moneda pero, en cambio, muy útiles les serían a ellos los sombreros de paja.
- Guárdala – respondió -. Tú la necesitas más que yo. Y tomando sus sombreros, se los dio a los chicos. Con gran alegría se lo colocaron en la cabeza, pero pronto descubrieron un pequeño problema. Los sombreros eran cinco, y ellos, seis. Sin pensarlo dos veces, el anciano se sacó su propio sombrero y lo ofreció al más pequeño.
El mayor, entonces, se adelantó para decir:
- Desde que llegamos a esta aldea nadie, ni el más rico ni el más pobre, nos ha ofrecido siquiera una miga de pan duro. Pero tú, que tienes tan poco como nosotros, nos has dado hasta lo que no puedes dar.
Y haciéndole una graciosa reverencia, agregó:
- Vuelve a casa anciano. Tu mujer te espera con la cena.
El hombre los vio zambullirse entre los arbustos y emprendió el camino hacia su hogar. Ninguna cena lo esperaría a su regreso, pensó con tristeza. Pero al menos – se alegró – alguna utilidad habían tenido sus sombreros de paja. En cuanto abrió la puerta de la casa, profirió un grito. La mesa se hallaba servida con un banquete que ni en sus mejores sueños había visto. Carnes, pescados, pollos, verduras de todas las clases, pasteles, hogazas de pan, y frutas jugosas y maduras se hallaban dispuestos para quien quisiera comerlos.
Su esposa lo miró con el ceño fruncido y preguntó:
- Será mejor que me expliques de dónde sacaste el dinero para comprar todo esto.
El hombre, que no tenía la respuesta, sólo atinó a balbucear:
- De los sombreros de paja…
Mucho comieron esa noche, y la siguiente, y todos los días restantes de sus vidas. Y cada vez que la mujer preguntaba de dónde salía tanta abundancia, recibía la misma respuesta: de los sombreros de paja…
Nunca más supo el anciano de los seis hermanitos. Aunque, desde ese día, los aldeanos se preguntaban de dónde habrían salido esos duendecitos deceso que aparecieron entre los arbustos de la plaza, tan simpáticos y sonrientes con sus seis sombreros de paja.

El Sabio Ignorante

Un hombre que se consideraba a sí mismo un gran sabio y erudito, se hallaba de viaje por tierras que nunca había visitado. Era un hombre muy pensante, pues creía que a eso debían dedicarse los hombres como él, a pensar en cosas muy profundas que sólo los muy sabios y eruditos como él eran capaces de entender.
Buscando un lugar adecuado para dedicarse a pensar hasta que le saliera humo de la cabeza, llegó a un bosque desolado. Acomodó sus cosas en el pasto y se recostó contra el tronco de un árbol, allí se quedó dormido hasta que un campesino lo despertó.
- Bueno día téngase usté, señó.
- Querrá decir “Buenos díasss tenga usted, señorrr” – corrigió – .
El campesino lo miró y haciendo un gran esfuerzo por pronunciar cada palabra, repitió:
- Buenos díasss tenga usted, señorrr.
- Buenos días – respondió el sabio y, dando por terminada la conversación, volvió a cerrar los ojos.
Pero el campesino insistió:
- No esss de muy por aquí usted, nocierto, señorrr?
El sabio, bastante molesto contestó:
- Primero: nadie es de muy por aquí, ni de muy por allá. En tal caso, la pregunta sería si vivo por aquí. Y no, no vivo por aquí, aunque esto no es de su incumbencia. Y segundo, no se dice “nocierto”, se dice “no es cierto” – y volvió a cerrar los ojos.
- No será de mi cunvencia, pero no creo de que le convenga quedarse solo. Anda mucha bestia suelta por aquí – respondió el campesino.
El sabio bufó fastidiado.
- ¡No se dice “creo de que”, sino “creo que”! ¡Y no necesito consejos de un ignorante que no sabe hablar correctamente!
- Inorante soy, sí, señorrr,en asuntos de palabras, y veo que eso le molesta mucho.
- ¡¿quién le enseñó a hablar?!
- Naides – respondió el joven- soy automático.
El hombre se llevó las manos a la cabeza y casi se arrancó un mechón de los cabellos por la desesperación.
- ¡Autodidacta querrá decir, autodidacta!
- Yo quería ayudar – respondió tímidamente el campesino -, disculpe si lo oportuné. Como usté es forrajero, creí de que le vendría bien alguien que le diga anda hay peligro, y ande no.
- ¡Usted no me oportuna, me importuna, y mucho! ¡He venido hasta aquí buscando apartarme de la ignorancia humana que usted tan representa! ¡Porque un sabio como yo necesita la soledad para adentrarse en el conocimiento supremo del ser y la razón de su existencia! ¡De modo que le agradecería me deje ya usted en paz, pues las cataratas de barbaries que brotan de su boca perturban mi preclara mente!
Y, dicho esto, el hombre se alejó a grandes trancos, dejando al campesino bastante aturdido, porque lo único que había entendido de todo el discurso era que debía cerrar la boca.
Y nada dijo mientras lo veía caminar a paso vivo, ni tampoco cuando el hombre desapareció repentinamente, como si la tierra lo hubiera tragado.
- Debí avisarle que se me andaba directo al pozo, pero de seguro se me iba a salir otra barbariedad de la boca y le iba a entubar su cara mente. Lástima de que no le haiga falta ayuda. De seguro un hombre tan lustrado y sabiduroso podrá salir solo del pozo, sin que un innorante como yo lo ande disturbando. Y, dando media vuelta, volvió a su casa.

Leyenda oriental.

jueves, junio 15, 2006

La Camisa Del Hombre Feliz

Aquella mañana el rey despertó en su habitación, miró a su alrededor y anunció:
- Hoy no tengo ganas de levantarme.
La noticia corrió rápida y una reunión urgente de ministros y consejeros fue convocada por la familia real. Juntos aguardaron muy ansiosos el dictamen de los médicos, que revisaron minuciosamente al monarca, buscando el origen del mal que le aquejaba.
- Sano y fuerte como un roble - diagnosticaron por unanimidad, y todos suspiraron aliviados.
Pero, al instante, sus ceños se fruncieron con honda preocupación: el rey seguía negándose a abandonar el lecho ¡y nunca, en todo su reinado, había sucedido tamaño acontecimiento! Era ese rey el más activo de todos los reyes que habían tenido en el reino. Si hasta su esposa e hijos se quejaban de que nunca tomaba vacaciones…
- Quizá sea eso - aventuró la reina -. Quizá le haya llegado el momento de descansar un poco.
Pero esa tarde no se levantó. Y tampoco al día siguiente. Ni el otro. Así pasó una semana. Como ningún médico podía curar al monarca de aquella extraña dolencia que le impedía abandonar su cama, fue convocado entonces un sabio famoso por curar males extraños y enfermedades que aún no tenían nombre.
El sabio revisó al rey de los pies a la cabeza y del derecho y del revés, y finalmente dictaminó: el rey está triste.
A esa declaración siguió un instante de silencio donde nadie supo que decir. ¿Triste?, se sorprendieron todos. No tenía ningún motivo para estarlo. No existían conflictos con los reinos vecinos, la economía iba bien y el rey se volvía más rico cada año que pasaba. Sus súbditos lo respetaban, su familia lo amaba y sus servidores eran leales. ¿Por qué habría el rey de estar triste?, le preguntaron al sabio.
- No sé por qué – respondió el sabio -, pero si sé cómo curarlo. Busquen al hombre más feliz del reino y pídanle la camisa. En cuanto el rey se ponga la camisa de ese hombre, olvidará su pena y volverá a ser como antes.
De inmediato fueron enviados emisarios por todo el reino buscando a un hombre feliz. Pero pasaron los días, y las semanas, y no encontraron a nadie. Aquel que era feliz con su familia, se quejaba de que no ganaba lo suficiente para mantenerla. El que era feliz con sus ganancias, se quejaba de la familia que le había tocado en suerte. Y el que era feliz con su familia y sus ganancias, consideraba que a su vida le faltaba algo más. No parecía existir en el reino ningún hombre que fuera complemente feliz con su existencia. Pero un atardecer, uno de los hijos del rey escuchó al pasar junto a un campo recién labrado: - ¡Ah, qué buena jornada ha sido la de hoy! He comido bien, he trabajado aun mejor y esta noche tendré con qué comprar la comida para mi familia. ¿Puede haber un hombre más feliz que yo?
Quien hablaba así era un campesino descalzo, con el torso desnudo y vestido con unos pantalones remendados. El príncipe, sin siquiera presentarse, le ordenó: - ¡Dame tu camisa!
El campesino, sorprendido por el pedido, contestó tímidamente:
- No…No tengo ninguna camisa para darte, mi señor.
- ¡No puedes negarte, pues la necesito para sanar a mi padre, tu rey! ¡Dame tu camisa!
- Nada me gustaría más que ayudar a mi rey, señor mío, pero vuelvo a repetirte que no tengo ninguna camisa para darte.
Y por más que el príncipe insistió y amenazó, no consiguió que obedeciera su orden. Fue entonces hasta la casa propia del campesino y pasó largo rato buscando en cada rincón, hasta que comprendió que el hombre decía la verdad. Todas las ropas que poseía en este mundo no eran más que esos pantalones remendados que llevaba puestos. Pues aquel campesino, el hombre más feliz del reino, era tan pobre que nunca había podido comprarse camisa alguna.

viernes, junio 09, 2006

Historia de los dos que soñaron

Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es omnisciente y poderoso y misericordioso y no duerme) que hubo en El Cairo un hombre poseedor de riquezas, pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió, menos la casa de su padre, y se vio forzado a trabajar para ganarse el pan. Trabajó tanto que el sueño lo rindió debajo de una higuera de su jardín; en el sueño vio a un desconocido que le dijo:
- Tu fortuna está en Persia, en Isfaján: vete a buscarla.
A la mañana siguiente se despertó y emprendió el largo viaje y afrontó los peligros de los desiertos, de los idólatras, de los ríos, de las fieras y de los hombres. Llegó al fin a Isfaján, pero en el recinto de esa ciudad lo sorprendió la noche y se tendió a dormir n el patio de una mezquita. Junto a la mezquita había una casa y "por el decreto de Dios Todopoderoso" una pandilla de ladrones atravesó la mezquita y se metió en la casa; las personas que dormían se despeetaron y pidieron socorro. Los vecinos también gritaron, hasta que el capitán de los serenos de auqel distrito acudió con sus hombres y los bandoleros huyeron por la azotea. El capitán hizo registrar la mezquita y en ella dieron con el hombre del El Cairo y lo llevaron a la cárcel. El juez lo hizo comparecer y le dijo:
- ¿Quién eres y cuál es tu patria?
El hombre declaró:
- soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Yacub El Magrebí.
El juez le preguntó:
- ¿Qué te trajo a Persia?
El hombre optó por la verdad y le dijo:
- Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque aquí estaba mi fortuna. Ya estoy en Isfaján y veo que la fortuna que me prometió ha de ser esta cárcel.
El juez se echó a reir.
- Hombre desatinado - le dijo -, tres veces he soñado con una casa en la ciudad de El Cairo, en cuyo fondo hay un jardín y en el jardín un reloj de sol, después del reloj de sol una higuera y bajo la higuera un tesoro. No he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sim embarg, has errado de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tu sueño. Que no vuelva a verte en Isfaján. Toma etas monedas y vete.
El hombre las tomó y regresó a su patria. Debajo de la higuera de su casa (que era la del sueño del juez) desenterró el tesoro. Así Dios le dio bendición, lo recompensó y exaltó. Dios es el generoso, el oculto.













VAMOS ARGENTINA!!!!!!!!

domingo, junio 04, 2006

Andrés Dice (volumen 2):

Hay un lugar vacío, es el que había pensado sólo para los dos.

Parecía el cielo porque estabas conmigo, todavía soy tu amigo pero te deseo el bien.

Eso si, la cama nunca está vacía pero no es igual.

Me quema, me quema, saber que no vas a volver.

Me arde, me estoy quemando, estoy disimulando.

No quiero ser el estúpido que llama a las tres de la mañana.

Te devuelvo a la ciudad, no te puedo retener.

...No sabe distinguir el amor de cualquier sentimiento.

Bailo mejor acostado y no sé olvidar. (JaJaJa)

Yo quiero hacerla mi estrella. (Ahhhh)

El ratón que quería ser gato

Adaptación de un cuento popular de la India

Como todos saben, no existe ratón en este mundo que no tema a los gatos. Pero hubo un ratón que les tuvo más miedo que el resto, y a cualquiera, fuera bonito, feo, chiquito, grande, peludo o pelado.
Pum Pum se llamaba aquel ratón. O, mejor dicho, así lo llamaban sus amigos, pues bastaba que se acercara un felino para que se pusiera a temblar como una hoja y el corazón le latiera tan fuerte y tan rápido que desde lejos podía oírse: “¡pum pum, pum pum!”.
- ¡Ay! – se lamentaba. ¡¿Por qué tuve la mala suerte de nacer ratón?!
Harto de sufrir temblores y taquicardia, un día fue a ver a un poderoso mago, a quien le suplicó que lo transformara en gato. Con unos pases de varita por aquí y por allá, el mago lo convirtió en un gran gato pelirrojo que se fue a pasear muy orondo y muy tranquilo, pues ya no tenía temblores, ni el corazón le latía “’pum pum, pum pum!, como cuando era ratón.
- ¿Mejor que nadie se meta conmigo! – provocaba a cuanto animal se le atravesara en el camino.
Hasta que quiso la mala suerte que se cruzara con un bulldog que primero lo miró mal, luego frunció el hocico y, por último le mostró, entre gruñidos rabiosos, una hilera de blancos y afilados dientes.
En un santiamén, Pum Pum trepó a lo alto de un árbol donde se aferró a una rama, temblando y con el corazón a punto de estallar.
- No, esto no es lo mío – pensó, y fue otra vez a ver al mago.
- ¿Y ahora qué quieres? – preguntó este.
- ¡Oh, hechicero, he cometido un lamentable error! ¡No era gato lo que quería ser, sino perro! – exclamó.
El mago hizo unos pases de varita por aquí y por allá, y Pum Pum quedó convertido en un enorme y feroz mastín de musculoso cuerpo.
- ¡Aaah, esto sí que es vida! – exclamó gozoso, al ver el temor y el respeto que todos los animales demostraban ante su majestuoso paso.
Hasta que se topó con un tigre, que con poco respeto y nada de temor, primero lo miró mal, luego frunció el hocico y, por último le mostró una hilera de blancos y afiladísimos dientes.
Pum Pum no dejó de correr hasta que llegó a la casa del mago, tembloroso y con el corazón latiéndole “¡pum pum, pum pum!”.
- ¡Oh, hechicero, he cometido otro lamentable error! ¡Ahora me doy cuenta que no era perro lo que quería ser, sino tigre!
- Y el mago, ya bastante fastidiado, lo convirtió de inmediato en un joven y feroz tigre.
- - ¡Arrrf, arrrf! – iba rugiendo Pum Pum, muy contento, al ver el temor y respeto que el resto de los animales demostraba a su paso.
Hasta que se topó con un elefante que, sin ningún respeto y ni una pizca de temor, primero lo miró mal y luego comenzó a perseguirlo para aplastarlo.
Nuevamente fue corriendo Pum Pum a la casa del mago, tembloroso y con el corazón haciendo “¡pum pum, pum pum!”.
- ¡Oh, hechicero, he cometido otro lamentable error! ¡Me doy cuenta ahora de que no es tigre lo que debo ser, sino elefante! – imploró -. ¡O mejor, un dinosaurio! ¡O cualquier animal que sea lo suficientemente fuerte y grande para no sentir miedo por nada!
Sin responder, el mago hizo unos cuantos pases de varita por aquí y por allá y, cuando terminó, Pum pum había vuelto a ser un ratón.
- ¡Pero… ¡¿qué ha hecho?! – exclamó sorprendido.
- Corregí un error – respondió el mago -, pues esto es lo que siempre serás, hasta que entiendas que no es en el tamaño ni en la fuerza donde encontrarás el valor que te falta, mientras sigas teniendo el corazón más pequeño que un ratón.
Desilusionado y tembloroso, Pum pum emprendió el regreso a su ratonera con el corazón latiéndole bien rápido y bien fuerte, “pum pum, pum pum!”, mientras pensaba en el significado de las palabras del hechicero.
- ¿Qué me habrá querido decir? – sin preguntaba sin cesar.
Tan concentrado iba, que no vio a un gato que lo acechaba hasta que lo tuvo frente a frente. Pum Pum pensó unos instantes y decidió que estaba demasiado cansado para huir, de modo que, muy resuelto, se quedó ahí bien plantado, mirándolo directamente a los ojos.
El gato, que estaba acostumbrado a ratones que huían y chillaban de miedo, se mostró confundido ante la actitud de su pequeño contrincante.
- Mmm… - pensó preocupado -. Debe ser más peligroso que lo que parece – y huyó con la cola entre las patas.
- Pum Pum siguió su camino. Ese día dejó de temblar de miedo y su corazón dejó de hacer “¡pum pum, pum pum!” en el preciso momento en que entendió que había querido decirle el mago.